Capítulo VI
El momento de la
verdad
Conforme transcurrían los minutos durante la
cena, Alberto no alcanzaba a pronunciar palabra alguna, estaba sumergido en sus
pensamientos.
De
repente su madre quien lo observaba con detenimiento, dijo.
—Hijo, mucho me gustaría conocer de tu pasado,
para poder entenderte mejor y amarte
más, pero si tanta preocupación y desasosiego te produce el hecho de hablar
sobre eso, no te angusties, no tienes que hacerlo. ¡Yo puedo seguir esperando
hasta que estés
realmente listo ¡ —exclamó Rosa.
Alberto levanto su mirada
y le dijo:
—No madre,
yo prometí que hoy te hablaría de ese pasado, y así lo haré, además, no solo
quiero contártelo, sino que espero me des tu opinión y hasta algún consejo que
seguro sabré valorar.
—Hay algo que yo también tengo que decirte —confesó su madre.
—¿Sobre qué? —le preguntó él.
—Se trata de mi hijo Claudio, recibí una carta
ayer por la mañana, de su puño y letra —repuso Rosa.
—Y bien, ¿son
buenas noticias? —le preguntó.
—Bueno, realmente no, pero me alegra saber donde
está, aquí en el sobre esta su dirección —dijo su madre mostrándole el sobre donde estaba la
carta a Alberto.
Él la
tomo, y vio cual era la dirección de Claudio, se encontraba en una ciudad
bastante cerca a la suya, solo unas seis horas en autobús. Por su mente cruzó
la idea de ir a su encuentro para hablarle de su madre, y de cuanto sufría por
su ausencia.
Rosa
que lo conocía bien, le dijo.
—Me imagino lo que estás pensando, pero por el
momento no harás nada, ni iras a ninguna parte, aunque la ciudad donde vive
Claudio este a solo seis horas de aquí.
—Está bien madre, ¡Cómo tú digas! —exclamó él.
—Por
lo pronto, le escribiré,
invitándolo a venir a visitarme para que vea, que a
pesar de todo
lo sigo amando y
que sigo siendo su
madre —repuso la
señora Rosa.
—Pues
bien, ya hemos acabado la
cena —le dijo la
madre.
—Llegó el momento de la
verdad —repuso él.
Hubo un silencio
de minutos que
parecieron horas, en los cuales
ambos, madre e
hijo permanecieron mirándose
el uno al
otro como queriendo
decir sin palabras
todo cuanto deseaban
decir. Al cabo de
un rato, Alberto rompió
el silencio dirigiéndose
a Rosa en
un tono de
quien se confiesa a su
confesor pero con
un matiz de
ternura y tristeza en
su tono de
voz.
—Madre,
desde que tengo
uso de razón,
es decir desde
mis primeros años
de vida lo
único que recuerdo
es ese lugar,
en el cual
sufrí mucho, pero
donde también conocí
la verdadera amistad
y lealtad hacía
quienes estaban conmigo
en la misma
situación.
A medida
que Alberto hablaba
se le quebraba
la voz, él
siempre tratando de
ser fuerte para no llorar mientras contaba a su madre
ese episodio de su vida.
Así
entre recuerdos contados transcurrieron
horas, su madre Doña Rosa lo escuchaba
atentamente, sin
interrumpirlo en absoluto, sabiendo respetar
todo cuanto escuchaba guardando en su corazón la verdad
de aquel hijo que Dios había
puesto en su vida
y que ahora,
después de conocer
todo aquello que
Alberto le contaba
con lujo de
detalles, lo amaría
más aún pues, si
algo se debe
valorar en el
ser humano es
su capacidad de
superar situaciones tan traumáticas como el abandono
de los padres,
cuando sin causa
que uno pueda
comprender dejan a un hijo
a la buena
de Dios y
de los demás.
Alberto demostró ser
todo un hombre
y un gran ser
humano, muy agradecido a
Dios y a
la vida por
todo lo que
le había dado,
tanto lo bueno como
lo malo. Esto
demostraba que a
pesar de su
triste y tan sufrida infancia
supo sacarle el
mejor provecho para su crecimiento
como individuo de bien. Todo esto
le llenó
a Rosa el corazón de tristeza,
pero no una tristeza
que desmorona el
espíritu, sino una tristeza,
mezclada con ternura, compasión
y cariño. Este era
aquel niño que
se acercó a
mí, no pidiéndome
comida, sino por el
contrario solicitándome la
oportunidad de ganarse
el sustento por
su propio esfuerzo,
eso era aún
más valioso pensó Doña
Rosa, una mujer que
aunque humilde tenía
muy claro como
debían ser las
cosas en la
vida para lograr
salir adelante, sin
caer en malos
pasos.
Finalmente, Alberto terminó
de hablar, todo
quedó en silencio por
unos instantes, al
cabo de ese
tiempo, Alberto preguntó.
—¿Y
bien, Madre?
—Eres
un ser humano
maravilloso y un
gran hombre, hijo mío. Que
grande es la
vida por haberme
dado este regalo,
bien dice el
refrán Dios aprieta pero
no ahoga. Un
hijo se fue
de mi lado, abandonándome sin
razón aparente, pero
luego apareces tú
que sin exigir
nada lo único
que me has
dado es compañía, cariño y
apoyo. Sabes, también debes hablar
con Catherine, tu prometida.
—Si, Madre —respondió
Alberto.
—Debes
agradecer a Dios
y a la
vida —repuso ella.
—Si,
porque a mi
también me fue
dado un gran
regalo, tú.
En ese momento
a ambos, tomados de
las manos, se
les llenaron los ojos de
lagrimas, pero de
la emoción que
todo esto que se decían
les causaba.
—¡Madre! —Repuso Alberto—.
Necesito
tu consejo
—Te
escucho hijo —respondió su
madre.
—¿Recuerdas
mis compañeros, del
orfanato a quienes
te mencioné hace
un rato? Pues
bien, cuando escapé
de allí, les prometí
que algún día
volvería para ayudarles
a librarse de
ese horror. Todos
estos años siempre
he tenido presente
esa promesa y creo que
ha llegado el
momento de hacer
algo si en
mis manos está,
pero necesito el
apoyo y la
ayuda de otras
personas que además
conozcan de manejos
legales para lograr
solventar esta situación
de manera apropiada.
Pienso que el
director Álvarez puede
ayudarme, por eso
es que he
decidido contarle mi
secreto, que además
se lo merece,
por toda la
confianza y el
apoyo que me
ha brindado.
—Bueno
amor, lo que
sucede es que tu
también te has
ganado esa confianza
con tu vivo
esfuerzo y dedicación —repuso su madre.
—Ahora
bien —continuó Alberto—, estoy
seguro que el
director Álvarez es
la persona indicada
para orientarme en
este aspecto y
sé que si
de su parte
está darme otro
tipo de ayuda,
estoy seguro que podré
contar con él.
Convencido de esto
terminaron la conversación
y decidieron irse a dormir,
debido a la hora, ya era pasada
la media noche
y debían madrugar
al día siguiente,
solo que entre conversación y
conversación se les
pasaron las horas
sin darse cuenta.
—Bueno
madre es hora
de irse a
la cama —dijo
Alberto sintiendo que
se había quitado
un gran peso
de encima, pues hasta ahora
no se había
dado cuenta de lo
pesado que había
sido para él
guardar este silencio
todos estos años.
—Si
hijo, que el
Señor te bendiga. Hasta mañana —dijo Doña Rosa.
—Hasta
mañana madre querida —respondió
Alberto.
Y así
ambos se dirigieron
a sus respectivas
habitaciones.