Capítulo II
Camino a la
libertad
El niño parado
junto al puesto de periódicos, vestido con su chaqueta de color azul y pantalón
marrón desteñido, sucio y con el
cabello alborotado, miraba de lado a lado como intentando cruzar la calle. A la
primera oportunidad, la cruzó. En su rostro se reflejaba una expresión como la
de aquellos que han alcanzado una meta que parecía fuera de sus posibilidades.
¡Lo logré! Pensó ¡Ahora soy capaz de cruzar solo la calle!
—¡Mira
pues! —escuchó
decir el niño a sus espaldas. Sorprendido por
aquella exclamación se volteo rápidamente y se dio cuenta que se trataba
de Ramona la cuidadora del orfanato, quien dejaba ver en su cara la
satisfacción de haber atrapado al pequeño en esta travesura—. ¿Adonde crees que vas,
pequeña rata? —Preguntó la mujer—. ¿De que se trata ahora
esto? ¿A caso tratas de escapar? —inquirió
doblemente la mujer
con una expresión
malvada en el
rostro.
—Yo sólo
salí —contestó lleno de
miedo el pequeño niño—, yo sólo salí a dar un paseo
para conocer los alrededores. Esa era solo mi intención —dijo.
—Se
me hace
muy difícil creerte —respondió la mujer.
Mientras
Ramona miraba al
pequeño niño como a
un condenado, preguntó:
—Dime la
verdad Alberto, tu verdadera intención
era la de escaparte del orfanato. Niño mal agradecido, toda la vida cuidándote
y así es como pagas, ahora recibirás tu
castigo, y te aseguro
que será algo que jamás
podrás olvidar.
Esas
palabras retumbaron en los oídos
de Alberto como
una advertencia que
le indicaba acerca de los momentos muy
amargos que viviría si la
cuidadora lograba llegar
al orfanato con
él.
Aunque
eso de cuidar era una cosa
que estaba muy
lejos de la realidad, ya que precisamente no era cuidar y dar amor una de las
principales virtudes y bondades de la temible Ramona, por el contrario era una
mujer llena de amargura y obstinación, a quien, el hecho de estar en ese orfanato, más parecía que una tarea
agradable, era un castigo impuesto por algún tribunal disciplinario y que por
alguna oscura razón
debía cumplir.
—Además
si fuera así que solo saliste a dar un
pequeñito paseo, ¡niñito! —dijo despectivamente—, no estarías tan nervioso,
¿verdad? Así que dime la verdad de una buena vez —le dijo mientras
lo tomaba por el brazo
y lo arrastraba
por la calle
hacia el orfanato.
—Claro
que salí solo a dar un paseo —contestó
el pequeño temblando de
miedo.
La malvada
mujer observaba al
pequeño con esos
ojos de víbora
ponzoñosa. Mientras Alberto
continuaba explicándole.
—De
repente me despertó la curiosidad por
saber de donde provenía tanto ruido, pues
como nunca salimos
de allí, quise
averiguar y… ¡Aquí estoy!
Pero en realidad, la verdadera intención del pequeño era
escapar de ese tortuoso y espantoso
lugar donde tenía que soportar los malos tratos, vejaciones y regaños
constantes al igual que todos sus compañeritos de orfanato; Cesar, Carlos,
Ángel, Miguel, Leonardo, Antonio, Mariana
y a Ramiro, a quien más extrañaría
de todos, ellos
eran sus mejores amigos; pero que
no se atrevían a hacer algo que los pudiera enfrentar con la malvada bruja como solían llamar a
la señora Ramona.
—Bueno
se acabo la conversación —replicó
Ramona—. Regresemos a casa y allá arreglaremos cuentas,
pilluelo asqueroso. Te cuento que son
muchas las que
tienes pendientes conmigo,
por lo tanto
ya verás lo
que te espera, así que no
serán besos ni abrazos de bienvenida los
que te daré. Caminando, pues —ordenó
la mujer tirando al pequeño
de su brazo.
Todo parecía haberle fallado en su intento
de fuga y se resignó a regresar a aquel lugar y soportar todo cuanto le
esperaba, que como ya suponía por
las advertencias de la
señora, no era nada bueno. Aunque no se
encontraban nada lejos del orfanato, Alberto trató de observar y disfrutar lo
que podía ver, mientras lo llevaban
a su lugar
de castigo. ¡Que ciudad tan grande y cuanto gente y autos en la calle! De vez en cuando veía a algún niño tomado de
la mano por sus padres y no pudo dejar de preguntarse: ¿Dónde estarán mis
padres? ¿Vivirán aún? ¿Cómo serán? ¿Por qué me abandonarían? Como le hubiese
gustado al pequeño Alberto ser uno de esos niños felices que vio pasar frente a
él en la calle. Lo que no sabía Alberto
que antes de cruzar el umbral de aquel lugar de sufrimiento al que parecía
tener que resignarse a volver, la vida daría un vuelco repentino y en fracción
de segundos tendría una pequeña pero gran oportunidad de alcanzar sus sueños
pudiendo escapar de las garras de
aquella perversa mujer.
Transcurridos unos minutos después de
comenzar la marcha de regreso, Ramona no
se fijó que había una cáscara de cambur en
la acera, la pisó, resbalo y terminó cayendo como un saco de papas al pavimento. En ese
momento Alberto vio como la situación le brindaba la gran oportunidad de intentar nuevamente
escapar del alcance de la odiosa mujer… y así lo hizo, sin pensarlo dos
veces, echó a correr como un pequeño cervatillo. Ahora no pensó mucho si cruzar
o no cruzar la calle, si era o no era una odisea para él hacerlo, simplemente
se dio cuenta que lo mejor era salir corriendo sin pensar mucho, puesto que lo
único y más importante era alejarse lo
más pronto posible de la cercanía de aquel lugar donde había pasado doce años
de su corta vida, no pensó en los
peligros a los que podría enfrentarse en un mundo totalmente desconocido para
él, ni pensó que sería
de él, que comería. Únicamente le
importaba su libertad, por lo demás, luego llegado el momento, se preocuparía.
Alberto corrió y corrió, por supuesto,
trató de hacerlo en dirección opuesta a donde estaba ubicado el orfanato San Pedro de la Caridad, para asegurarse
que estaba lo más lejos que pudiera de éste. Ya cansado de tanto correr se
detuvo a tomar aire, sintió sed y hambre, pero era libre y ahora si estaba
seguro que la malvada bruja de Ramona no lograría darle alcance.
—¡Hurra!
—Gritó
el pequeño—.
¡Soy libre! Ahora podré ir y hacer lo
que quiera, podré trabajar para salir adelante e ir en busca de mis sueños aunque tenga
que llegar más allá del
arco iris.
De repente, se detuvo a pensar en otra
persona que dejaría a tras en el orfanato y a quien si le gustaría tener a su
lado, Doña Ángeles, una dulce y tierna cuidadora, quien cuidaba y daba amor a
los niños del orfanato pero que estaba sometida por Doña Ramona de tal manera
que no podía hacer nada en su contra cuando veía el maltrato al que eran sometidos él y sus pequeños amigos y
compañeros de orfanato. Alberto no podía
entender cual era la razón por la cual la tierna y dulce Ángeles soportaba
todos los improperios y desplantes que le hacía la señora Ramona, pero bueno
algún día el regresaría a liberar a
todos sus amigos y personas queridas del yugo al que eran sometidos.
Por nada del mundo quiero pasar nuevamente por esa
situación y dependerá de mí lograr salir adelante y buscar la manera de ayudar
a los otros pensó
creo que lo mejor será buscar algo de
comer, porque ya siento que mi estomago me esta regañando.
Tuvo que
ingeniárselas para salir adelante, en esta situación pasó algún tiempo. Estuvo
de limpiabotas, vendiendo confites, cargando bolsas, por último, y lo que se le
hizo más fácil, fue tener que pedir limosna. Con ayuda de uno de sus amigos,
que sabía, más o menos, leer y escribir, escribió una nota, que mostraba a los
pasajeros de los autobuses, a los cuales abordaba para pedir. Esa nota decía:
No me trates mal, ni me tengas miedo, si estoy aquí no
es por mi culpa, solo soy un niño huérfano, que no tiene ni padre, ni madre, ni
quien se conduela de él, por favor si sale de tu corazón ofrecerme una limosna,
hazlo que Dios te lo pagará, llenándote de
muchas bendiciones.
Muchas
de las personas que alcanzaban a leer esta nota, se sentían tan
conmovidos que era imposible que reaccionaran de manera opuesta a lo que el
pequeño Alberto buscaba conseguir, una limosna.
Como era obvio, este tipo de desempeño era
más lucrativo y menos esforzado, sin embargo no lo llenaba y en ocasiones, aún
cuando lo de huérfano y desamparado no
era falso, era una situación que le causaba cierto malestar en su corazón, pues
su naturaleza no era la de aprovecharse de las condiciones en las que se
encontraba para conseguir dinero fácil.
Un buen día, ya resuelto a no continuar
haciendo de limosnero, tiró a la basura todas las notas que tenía con ese
mensaje y se fue lejos de donde solía frecuentar para pedir, pero una cosa era
muy cierta, debía procurar hacer otra cosa que al menos le proporcionará el sustento.
Alberto miró a su alrededor y pudo ver que
cerca se encontraba un mercado. Tenía
tres opciones, pedir, robar o trabajar y su meta era hacerlo bien para
no comenzar su nueva vida con mal pie, a pesar de su cortos años, tenía
pensamientos muy maduros.
Se acercó hasta un puesto donde se
encontraba una mujer rechoncha pero con una cara de buena gente que le inspiró confianza; la
mujer vestía un blusón verde manzana y
una falda de un tono verde más oscuro, en su cabeza llevaba un gracioso
sombrero de paja de alas anchas pero de copa aplanada con una pluma colorida que parecía tener ojos, era una
pluma de pavo real pero como
Alberto nunca había visto una pluma como aquella, ya que
no era mucho lo que conocía del mundo, le pareció
hermosa y extraña.
Una vez cerca de la mujer le dijo:
—Doña
quiero pedirle un favor; soy un niño que tiene hambre, pero yo no quiero robar,
ni pedir. ¿Podría dejarme trabajar para
usted y así ganarme la comida? La doña
se llamaba Rosa y al
ver aquella actitud en el niño, se conmovió y no pudo decir que no al
pequeño.
Lo primero que hizo fue extender su mano
para darle al niño una manzana roja, jugosa y grande. Pues lo que ella vendía
en su puesto del mercado eran deliciosas y frescas frutas.
Alberto tomó la manzana con premura y se
la llevó a la boca, suspirando con gran placer. Engulló su primer bocado, le pareció
que era lo más delicioso que
jamás había comido, esto
era comprensible porque nunca en su vida había comido una manzana.
—Veo que
tenías hambre —exclamó la señora Rosa.
Rosa era una señora que se había mudado a
la ciudad después que su esposo Ricardo José la abandonara por haberse
convertido en un borracho y mujeriego.
—Bueno,
mi nombre es Rosa Ramos —se presentó
su nueva amiga
y benefactora—.
Ahora, ¿cuál es el tuyo? —pregunto.
—Mi
nombre es Alberto —respondió.
—¿Alberto
solamente? —preguntó
Rosa.
—Si, Alberto porque no conozco mi apellido —contestó el niño. Se le
vio reflejado en sus tiernos
ojos un brillo
de tristeza que la
señora Rosa supo ver de inmediato.
—¿De
donde vienes, Alberto? ¿Estás perdido? —preguntó inquisidora Rosa.
—Es una
historia muy larga y triste señora Rosa, que ahora no quisiera contar, quizás
más adelante con más calma y tiempo le
cuente de donde vengo y cual es mi historia. Ahora bien, ¿puede darme trabajo
aquí en su puesto de frutas? —Expresó el pequeño—. No exijo nada lo único que
quiero es tener que comer —repuso.
—Bueno,
a pesar que no te conozco, ni sé de donde vienes, me inspiras confianza, y sí
te voy a dar trabajo aquí en mi puesto, porque viéndolo bien me hace falta
alguien que me de una manito, pues ya a mi me falta agilidad para moverme y no
falta quien se aproveche de eso para irse sin pagar o robarme alguna que otra
fruta; estas contratado.
Eso fue como melodía para los oídos del
pequeño.
—Por
otra parte, si no tienes donde dormir en mi casa tengo un pequeño cuarto en el
patio trasero donde guardo mis chécheres. Allí se te puede acomodar una camita
para que tengas donde pasar la noche, por
el momento, pero eso si, nada de andar tarde en la calle, también hay un
baño pequeño al lado del cuarto que puedes usar.
—Bueno,
bueno ya basta de tanta conversación y a trabajar que hay que justificar el
sueldo —exclamó
graciosamente la buena mujer—,
ve a buscarme aquel guacal vacío para que me saques los cambures podridos de
entre los buenos, porque como dice el refrán una fruta podrida entre otras buenas, daña las buenas, bueno es
algo así me parece. —replicó la señora Rosa.
Alberto acudió a hacer lo que la señora le
pidió que hiciera, por primera vez se sentía útil y sin maltratos. Si existe gente buena en este mundo
pensó.
Así transcurrió el día, entre frutas risas
y gente, y una vez llegada la tarde, ya en el mercado solo se encontraban los
vendedores.
—Es hora
de recoger y guardar —exclamó
la señora Rosa—. Manos a la obra mi
pequeño amigo.
Alberto sin decir nada se dispuso de muy
buena manera a hacer lo que le habían indicado, una vez recogida toda la
mercancía, se dispusieron a emprender el viaje hacía la casa de la buena señora.
Ya de camino Alberto preguntó:
—¿Vive
usted sola señora Rosa?
La señora Rosa respondió:
—Si y
no.
—¿Cómo
es eso?
—Bueno
aunque es un poco duro para mí hablar de esto —repuso la señora Rosa—, te lo voy a contar. Hace
veintitrés años me convertí en la feliz madre de un hermoso niño, mi hijo
Claudio, en quien tenía puestas todas mis esperanzas e ilusiones de verlo
convertido en un gran hombre de provecho, pero no sé si la vida o que, no quiso
que fuera así, hoy en día mi querido
hijo es un joven que no sabe ni lo que quiere, ni que hacer con su vida, ahora
mismo tengo más de tres meses que no lo he vuelto a ver. Va y viene como el
viento, no sé en que, ni con quien anda y eso me hace sufrir mucho, solo me busca cuando necesita dinero y
no tiene manera de obtenerlo.
—Pobre
señora Rosa —susurró
Alberto.
—Me
temo, —continúo
la señora Rosa—
que algún día no lo vuelva a ver más y me traigan una mala nueva, eso sería
terrible para mi, pero sin saber nada ¿qué se puede esperar? Solo ruego a Dios
que lo haga reflexionar y retome su vida para bien, porque todavía hay tiempo,
es muy joven. Bien dice el refrán nadie
calienta cabeza por otro.
Después vino un rato de silencio mientras
caminaban rumbo a la casa de la señora
Rosa; durante el resto del camino solo se escuchaban el ruido de los
automóviles pasar, y uno que otro
suspiro de la doñita. Alberto suponía que continuaba pensando en su hijo
Claudio.
Por su parte, Alberto no podía entender
como el hijo de la señora Rosa teniendo una madre que se preocupaba por él, era
tan mal agradecido. Ya quisiera él tener a alguien que lo cuidara y le diera
todo el amor que le había sido negado, pero así parecía ser la vida de extraña
e injusta.
Quince minutos después llegaron a un
humilde pero sano sector de la ciudad, donde estaba ubicada la casa de la
amable señora. Por todas partes se asomaban a
saludarla, era evidente que la querían bien en el lugar. Finalmente,
entraron a la vivienda y la señora Rosa
invitó a Alberto a sentarse en un taburete mientras esperaba que ella le
indicara donde estaba ubicada la habitación donde él pasaría su primera noche
fuera del orfanato; dando así comienzo a su nueva vida al lado de la buena
señora Rosa.
Lo que no sospechaba Alberto es que al
lado de la señora Rosa María Méndez lograría alcanzar muchas metas, y en parte
complementaría la falta de amor maternal con el amor ofrecido por su benefactora.
Por su parte él lograría hacer más
llevadero el sufrimiento de la buena mujer por su hijo descarriado, con quién
inevitablemente tendrá que enfrentarse Alberto algún día.