lunes, 11 de julio de 2016

Novela "Más allá del Arcoíris" Capitulo V por Joel Alberto Paz

MÁS ALLÁ DEL ARCOÍRIS

Capítulo V

Una decisión oportuna

 Tras pasar más  de  seis  años sin  dar a saber  a su madre sobre su paradero,  pues de vez en cuando Le hacía llegar alguna que otra nota, solo dejándole saber  que aún existía; Claudio tomo La decisión de  escribir a su madre. Después de  enviarle la  carta indicándole, finalmente,  cual  era  su dirección exacta, se ocupo los primeros días de su permanencia en San  Felipe en buscar trabajo, comprobando con El paso Del tiempo que no lo encontraría tan fácilmente como creyó en un principio.
El resto del tiempo lo pasaba en la  soledad de  su  habitación, en la que permanecía siempre  pensativo, lo que en cierto modo suponía un gran desespero  para  él, que no tenía a nadie a quien contar sus angustias. En algunas ocasiones se encontraba con  una  vecina del piso anterior  al  suyo, que en algún momento tuvo la intención de invitar a pasar a sus  aposentos donde; a juzgar por la fachada  vivía como una reina. El referido aposento, un apartamento con  vista  a  la  plaza  principal, con ruido  callejero incluido, se encontraba  situado justo  en  el centro de  la  ciudad,  el  cual  quedaba  a  solo  unas  cuantas  horas  de la capital.
A Claudio le daba igual. Tenía demasiadas cosas en la cabeza, y sobre todo una que inexcusablemente tenía que hacer todos los días sin excepción; buscar trabajo.
El no encontrar trabajo no suponía problema para él en un  principio  gracias a unos ahorros que se había traído,  pero  a  veces  el  no  encontrar  trabajo comenzaba a sacarle de quicio, impidiéndole conciliar el sueño por la noche. Los nervios, que siempre había sabido controlar, iban alterando su ánimo poco a poco, y la sensación de haber cometido  de nuevo otro error le embargaba cada vez más. Para esto salí  huyendo  de  casa  de  mi  madre  como  si fuera  un  delincuente, se decía caminando  de  aquí  para  allá  y  de  allá  para  acá.
Los días continuaron su curso, hasta que llegó un momento en el que los ahorros comenzaron a menguar y seguía sin encontrar trabajo, por lo que tomó la decisión de aceptar un empleo temporal que le ofrecieron como  encargado  de  un centro  de  comunicaciones. Su trabajo consistía en atender  a  los  clientes  que  llegaran  a  realizar  llamadas  telefónicas y  después  recibir  el  pago  por  el  importe  de  la  llamada  efectuada.
Tan sólo llevaba unos días en la empresa, cuando una tarde, mientras terminaba de arreglarse para ir al trabajo, Claudio oyó el timbre de la puerta. Se dirigió primero a la abertura de la puerta antes de abrir, y cuál no sería su sorpresa al ver en el pasillo a Marián.
Y el hecho de verla antes de que se produjera el encuentro, fue lo que permitió a Claudio jugar con ventaja y permanecer frío e indiferente, (el semblante que le caracterizaba casi siempre), sin mostrar el menor asombro al abrir la puerta.
—Ah, ¿eres tú? No te había reconocido con  ese  sombrero —dijo inexpresivo, como si en lugar de llevar un mes sin verse hubieran transcurrido sólo unas horas.
—¿Te gusta? —preguntó Marián esperanzada, mientras se introducía en la habitación.
—No te favorece —le cortó Claudio, cerrando la puerta.
Tras cerrar  la  puerta con un golpe  seco, y la posterior frialdad con que Claudio la recibió, Marián, que no se esperaba aquello en absoluto, se quedó completamente cortada, y la alegría que tan sólo unas horas antes llevaba en el cuerpo se le se convirtió en otra cosa, pues  la actitud de Claudio fue como en un balde de agua  fría.
Marián era  la  mujer  con quien  Claudio había compartido los tres  últimos  años de  su  vida.
   En vista de la tensa situación, Marián tuvo que explicar, de forma atropellada, a un Claudio más mudo e incrédulo que nunca, todo lo que había pasado desde el día de la parada  de  autobús, cuando se  habían despedido por la partida de Claudio hacia San Felipe y que no había sido del todo una despedida que pudiese decirse grata. La marcha de  su  hermano, su caída por las escaleras, un mes con los brazos enyesados, la imposibilidad de escribir, la  presencia  de la mujer  de  su  hermano quien había dejado de trabajar y tenía que soportarla las veinticuatro horas del día, y por fin ayer, cuando el yeso le fue retirado, tomó el primer  autobús  a  San  Felipe, y  allí  estaba.
—No he tenido tiempo ni de despedirme del trabajo —concluyó  Marián.
—¿Dejaste el trabajo? —le cortó bruscamente  Claudio.
—Sí, por supuesto, creí que no querrías volver después de lo que había sucedido —refiriéndose, claro está, al encontronazo que Claudio había  tenido con el que para ese momento aún era  el esposo abandonado de Marian, para escaparse  con él—.  Además, si tú estabas aquí, yo no podía estar yendo y viniendo de Valencia  a   San  Felipe  todos los días.
—Podrías haberlo consultado conmigo al menos, antes de tomar la decisión de  dejar el empleo.
—No se me ocurrió... Creí que era lo más acertado. Además, yo en seguida encontraré trabajo, ya lo verás.
—Pues hablando de trabajo, tengo que irme. Se me hace tarde.
—¿Tienes que irte? —preguntó ella con el ánimo encogido.
—Sí. Hoy entro a las tres y sólo tengo media hora para llegar. ¿Comiste? —preguntó, mientras le daba la espalda y terminaba de arreglarse.
—Deja eso ahora —dijo Marián, al ver que había entrado en razones, y cogiéndole de los hombros, le obligó a volverse—. Es otra clase de hambre la que tengo —añadió con los ojos brillantes, los labios echando chispas y una pose de mujer seductora.
Lo siento, Marián, pero me ha costado mucho encontrar este trabajo y no estoy dispuesto a perderlo. Y mucho menos sabiendo que has dejado el tuyo.
—Al menos podrías darme un beso —dijo Marián con resignación.
–Está bien —accedió. 
Fue  un  asco de beso, pensó Marián más tarde, al quedarse sola. Y tras deshacer las maletas, lo primero que hizo fue  ducharse. El resto de la tarde tuvo tiempo suficiente para fisgonear a sus anchas en la habitación, y también para reflexionar, tumbada en la cama, mientras veía la televisión sin sonido.
De esa forma fue como Marián, ya al borde del último noticiero, acabó comprobando completamente horrorizada que las reflexiones habían formado una gran bola en forma de pregunta, y que ésta se instalaba en su estómago vacío. Una aplastante y desoladora pregunta que jamás pensó llegaría a hacerse: ¿Me habré equivocado? Y abrumada por el peso de la misma, se durmió rendida por el aburrimiento.
        Cerca ya de las  diez  de la noche, Claudio la despertó. Cenaron una pizza que él había traído y hablaron pronunciando monosílabos casi inaudibles y luego se fueron a la cama. A Marián la cena le pareció escasa, la conversación poca. Y de nuevo volvió a hacerse la pregunta: ¿Me habré equivocado? Ella misma se contestó en voz alta, mientras Claudio dormía arrullado por el ruido producido por los  vehículos en la  calle, que parecían estar  dentro de la habitación.
Me parece que ya es demasiado tarde, se dijo, dándose la vuelta con cuidado para no despertar a Claudio. Dios mío, esta cama si es incómoda, pensó dándose cuenta en el acto del terrible sentido que contenían sus palabras, pues la hacían pensar si valía o no la pena. Y no pegó un ojo durante toda la noche.
Al otro día, Claudio  probablemente cambiaría de genio pensó. Se había comportado como un patán. ¿Cómo había dejado que Claudio le recibiera de aquella forma tan  fría, cual  témpano  de  hielo, después de lo que había hecho por él y sin ser además culpable  de nada?, se preguntó molesta consigo misma. Tenía que dejar las cosas claras desde el principio, o de lo contrario lo mejor era olvidar todo e irse  a Aruba  con su   amiga  Olga, que representaba su otra opción, en caso que  no resultase definitivamente  su relación con Claudio.
Marián esperó con eterna paciencia a que Claudio se despertara, se despejara, se rasurara, se diera  un  baño  y  desayunara, ya  cerca  del mediodía,  Marián se  decidió  a liberar todo lo que había acumulado durante  toda la noche. Y habló sin cesar  y sin que en ningún momento  fuera  interrumpida  por parte de Claudio, quien después de  terminar  el desayuno permaneció sentado, escuchando con atención, pero más inconmovible e impávido que nunca, como si la cosa no fuera con él.
—En definitiva —terminó diciendo Marián—. Si ya no me quieres, lo mejor es que me lo digas sin rodeo, de  una  vez  por  todas.
—¿Terminaste? —preguntó él.
—Sí.
—Bien. Mira, Marián, si ayer yo no te hubiera perdonado...
—¿Perdonado? —interrumpió Marián pasmada.
—Déjame hablar a mí ahora —replicó  Claudio  a su vez—. Si yo no te hubiera perdonado, repito, te habría dado con la puerta en las narices nada más verte aparecer. ¿Está claro?
—No, no está claro.
—Me da lo mismo. He aceptado tus disculpas por no escribirme, ¿no? Pues entonces no quiero hablar sobre  eso.
Sin mencionar palabra, Claudio recogió la mesa y se dirigió al  fregadero.
—¿Y tú por qué no me escribiste? —preguntó Marián siguiéndolo.
—Lo lógico era que tú lo hicieras primero —respondió dejando los cubiertos en el lavaplatos.
—¿Lógico para  quien?  —preguntó Marian.
—Para  mí, claro  esta. Ahora  bien, ¿quieres hacerme  el favor de olvidarte  de  todo  esto este  asunto?
—Está bien. Pero antes quiero que  aclaremos  algunos  puntos.
—¿De qué hablas? —Preguntó Claudio  sorprendido  por el planteamiento.
 —En  primer  lugar, necesito  saber  si   me sigues queriendo  de  veras,  necesito  que  me  respondas   ¿sí o no?
—Por favor, no seas necia  Marián, he pasado  mala noche, me duele la cabeza y también la espalda —repuso  él, frotándose  el  cuello  con   la mano.
No me sorprende  en  absoluto pensó Marián acariciándose  ella  también la nuca  con  la  mano.
 Hubo una pausa donde sólo se escuchaba  la respiración de los dos.
Entonces Claudio  insinuó.
—¿Por qué no dejamos tanta  pelea  y me das un masaje? —Dijo  Claudio—. Uno de esos masajes que tú sabes dar —prosiguió en tono cariñoso, acariciando las manos de Marián, mientras le obsequiaba  la primera sonrisa   después  de  casi  veinticuatro  horas.
Pero cuando ya Marián, aceptando con refunfuño, se disponía a masajear  el  cuello  de  Claudio, alguien  tocó  el timbre de la puerta y  Claudio  tuvo que ir a abrir.
—¿Marián  Alvarado? —preguntó un mensajero, al mismo tiempo que leía un sobre.
—Es para ti —dijo Claudio desde la puerta.
Extrañada, Marián caminó hacia donde se encontraban los dos, firmó el recibo, agarró el sobre y cerró la puerta.
 Marián  observó  quien era  el remitente y suspiró. ¡Era de su marido, a  quien  ella  había  dejado  unos  tres  años   atrás  para  irse  con  Claudio!
Sorprendida  se  preguntó:
—¿Y cómo dio tan pronto con esta dirección?
—¿Dónde colocaste  el  trozo de  papel  en  el  que te anote  esta  dirección?  —Preguntó Claudio en tono molesto.

—Bueno en el  bolsillo  de  mi  chaqueta... —dijo Marián, dándose cuenta del  error  que  había  cometido. Seguramente  alguien lo tomó y se lo  hizo  llegar pensó. Allí  quedó  toda  la  conversación,  Claudio  y  Marián  continuaron  con su tertulia, sin dar  más  importancia  al  hecho  de  que  el  marido  de ella había  enviado  una  correspondencia  que  no era  más  que la citación de divorcio, cosa  que  si  llenaba  de   tranquilidad  a  Marián, pues  era  algo  que  había  estado  esperando desde  hacia  ya  algún  tiempo  y  que  para  sus  intereses, se  estaba demorando  mucho  en  concretarse.