Capítulo III
Una
nueva vida
Eran las seis de la mañana, y comenzaba a despuntar el alba, cuando
alguien llamó a la puerta de la habitación de Alberto; era doña Rosa quien lo
estaba levantando para ir al colegio.
—Levántate Alberto o se te hará tarde para llegar
a la escuela, vamos muchacho que por un minuto de retraso, te demorarás más en
alcanzar tus metas.
Alberto estaba cursando ya el último año de la escuela, es decir, listo
para pasar a la universidad, claro está esto lo pudo lograr por haber hecho el
doble de esfuerzo requerido para cubrir el tiempo perdido. Ya habían
transcurrido seis años desde el día en el que por gracia de no se sabe quien,
pudo escapar de aquel lugar de sufrimiento. Contaba con dieciocho años, estos
habían sido los mejores seis años de toda su vida, sobre todo por haberlos pasado
al lado de aquella mujer tan maravillosa
que solo sabía dar sin esperar más que lo que quisieran darle, y si sólo tenían
amor y cariño para ofrecerle, pues no le hacía falta nada más.
Alberto se levantó y se asomó a la puerta, después de un gran bostezo
dio los buenos días y le estampó un beso a su madre en la mejilla, gesto al que
ella ya estaba acostumbrada y que al suceder cada mañana, lo disfrutaba sin
medida.
—¿Qué hay para hoy, mi preciosa? —preguntó.
—Te he preparado algo que te gusta mucho,
panquecas (hotcakes) con queso derretido y mantequilla —respondió la señora. A Rosa le gustaba consentir a su
joven hijo pues él se había convertido en su razón de ser y quien le daba
fuerzas para continuar esperando el regreso de su hijo Claudio.
—¡Bravo, qué maravilloso es tener una madre así! —exclamó él.
Sin
darse cuenta y sin ánimo de hacer sentir mal a la señora Rosa, Alberto dijo
esto. Sin embargo, pudo ver en sus ojos un dejo de tristeza, aún cuando también
estas palabras le causaban alegría.
Alberto entendía muy bien la razón de esa tristeza, que no era otra sino
la causada por aquel hijo ingrato a quien no le
había importado abandonar a su madre sin ningún miramiento.
Inmediatamente, para salir al paso, le dijo mientras la abrazaba:
—No te preocupes querida madre, mi corazón me
dice que algún día Claudio volverá arrepentido de su mala vida y regresará a ti
para hacerte muy feliz, y entonces seremos una gran familia de tres,
verás —dijo Alberto.
Rosa
sonrió ampliamente al ver como su Alberto trataba de animarla y hacerla sentir
bien a pesar del dolor de su corazón de madre que sufría por no saber del
paradero de su hijo en años.
—Eso
espero —replicó la
señora Rosa.
—Bueno apúrate a vestirte y ven a desayunar que
se te hace tarde. Vamos, vamos —lo apresuró Rosa.
Mientras Rosa se alejaba de la puerta para dirigirse de nuevo a la
cocina, Alberto entró al baño, se duchó, se arregló y fue al comedor donde lo
esperaba Doña Rosa con su desayuno ya listo.
Al
sentarse en la mesa frente a su desayuno, de repente lo asaltaron unos
recuerdos de su infancia, era el hecho que él había prometido ayudar a sus amigos Cesar, Carlos, Ángel,
Miguel, Leonardo, Antonio y Mariana a quienes había dejado en
el orfanato, pero el hecho encontrarse con Ramona le crispaba los nervios,
Alberto nunca le había contado a su nueva madre lo relacionado con su triste
infancia y el orfanato San Pedro de la
Caridad.
Doña
Rosa, quién ya podía decir con certeza que conocía a su hijo Alberto, le
preguntó:
—Dime hijo, estás pensando en tu pasado,
¿cierto?, ¿o es en tu novia Catherine en quien piensas?
Catherine era una amiga del colegio quien con el paso de los años
estableció algo más que una simple relación de compañeros de estudios con
Alberto.
—Si, en ambas cosas —respondió él.
—Bien Alberto nunca he querido presionarte para
que me hables de ello, pero pienso que a estas alturas, ya es hora que me
hables de ese pasado que te agobia y te quita la tranquilidad ¿Qué tan malo
puede haber sido? De repente puedo ayudarte en algo —dijo señora Rosa.
—Tienes razón, madre, esta noche cuando
regresemos del mercado te hablaré sobre eso con lujo de detalles, y así
compartiré contigo mis angustias y temores, también —repuso Alberto.
—Bien creo que es hora de que te vayas al colegio
y yo al mercado, te espero allá una vez termines en la escuela, no te
distraigas, por favor, que te necesito,
de veras.
—Si madre, cuenta con eso, y lo prometido es
deuda.
A Doña
Rosa se le podía ver el orgullo que sentía por su hijo Alberto, a quién sin ni
siquiera haberlo parido, le proporcionaba más satisfacciones que su propio
hijo, de quien como ya se sabe, tenía años
sin saber de su paradero.
Después
de unos minutos ambos salieron juntos de la humilde casa cada quien a su
destino, pero conectados siempre por un amor filial tan bonito, casi natural
que había nacido entre ellos.
Ya en
la escuela Alberto se encontró con su buen amigo Marcos, quien era su mejor
amigo de la escuela con quien compartía todos los buenos momentos por los
cuales se pasa en la vida de la escuela.
Luego fue en busca de Catherine,
su novia, para saludarla, cosa que hacía todos los días, sin excepción, después
se dirigió a la oficina del director, con quien había entablado una gran
amistad, pues a pesar de ser un niño abandonado, Alberto había sido capaz de
superarse académicamente de una manera
vertiginosa, hasta tal punto que era el más sobresaliente de su grupo, y muy a
pesar de eso era un chico sencillo. Por tal motivo era muy querido por la
mayoría de sus compañeros de clase, esta era una muy buena razón para que el
director Álvarez lo apreciara, sin embargo, no podía faltar alguien para quien
Alberto, con razón o sin razón, no fuese santo de su devoción, como era el caso de Alfonso, un joven envidioso, mal
hablado, con la mala costumbre de andar siempre poniendo o pretender poner a
Alberto en malas ante quien le prestara un poco de atención a sus bobadas.
Claro al fin de cuentas, todos sabían
que eso era simplemente una treta de Alfonso y terminaban no dándole mayor
importancia al asunto, sin embargo para este joven, la vida no tenía ningún
sentido sino estaba inventando algún ardid nuevo en contra de Alberto. Pero
esto era algo que no le preocupaba mucho
a Alberto, allí comenzaba y allí moría. Por lo tanto y a pesar de eso era feliz
dentro de su grupo de amigos en el colegio.
—Buenosdías director Álvarez, ¿Cómo amaneció hoy?
—preguntó
Alberto.
—Pues muy bien, gracias y ¿tú? —replicó el director.
—Listo para comenzar otro día de batalla buscando conquistar el mundo —respondió Alberto.
Esta manera de saludar que tenía Alberto le
causaba mucha gracia al director, quien siempre
respondía diciendo los hombres que
piensan así, llegan muy lejos.
—Bien muchacho ¿Qué te trae por aquí? —Preguntó el director
sabiendo que si no era una consulta sobre
algo, era un favor, lo que Alberto
le iría a pedir.
—Sin muchos rodeos, ¿qué oportunidad de cursar estudios tendría alguien que tan solo
le han permitido estudiar los primeros
años de escuela, aunque ya sea un adulto?
—Bueno —contestó el director—, oportunidad de estudiar la tendría cualquiera que
quisiera hacerlo, solo es cuestión de decidirse a comenzar, lo demás es puro
interés y constancia. Ahora dime Alberto, ¿A qué se debe tu inquietud?
En
ese momento Alberto se sintió como invadido en su secreto mejor guardado,
puesto que, ni a su novia y aún a su
buen amigo el director Álvarez, jamás se
había atrevido a narrarle su historia,
aunque estas averiguaciones las hacía pensando en las posibilidades de educarse
que pudiesen tener sus amigos del orfanato, en
caso tal que él finalmente tuviera la oportunidad de ayudarlos.
—Bueno —respondió como queriendo cambiar el tema—. De eso le podré hablar más adelante, pero ahora lo único que deseaba
saber es lo que ya me ha respondido,
debo irme, ahora, después hablamos, gracias y adiós.
Así
salió Alberto de la oficina del director
dejándolo desconcertado y preguntándose cuan misterioso había sido siempre Alberto con
respecto a su pasado, pero si no quería hablar de ello, ni modo. Que lo hiciera cuando mejor le pareciera,
pensó el director.
Una
vez en
el pasillo Alberto
procedió a dirigirse
a su aula
de clase, sin embargo, se le
veía ensimismado en sus
pensamientos ¿Qué estaría pensando
aquella inquieta cabeza? Seguramente estaba
ideando alguna manera
de ayudar a
sus amigos del
orfanato a quienes
había prometido darles una mano y
ahora, seis años después
aún no había
hecho nada y
eso de alguna
u otra forma
lo atormentaba, pues
ya él había
logrado superar muchas
cosas, entre ellas y la más
importante, encontrar a
alguien que lo
quisiera como lo
quería la señora
Rosa.
Finalmente, llegó a su
salón de clases, entró,
se sentó al lado de Catherine, le brindó una sonrisa
y se dispuso a escuchar sus clases.
Ya Marco estaba en su pupitre
también justo al lado del de Alberto, el cual se encontraba en el medio de Catherine y Marcos. Una vez
concluida la mañana
de escuela, se despidió de Catherine y Marcos diciéndoles:
—Nos vemos esta tarde en mi casa para trabajar en nuestros deberes —y salió
dispuesto a dirigirse
al mercado para
ayudar a su
madre, la persona más
importante en el mundo para él. Ya
en el mercado, saludo cariñosamente
a la señora Rosa, quien
le respondió de
la misma forma.
—Hola
madre querida, ¿cómo te
ha ido en esta hermosa mañana aquí en el mercado? —preguntó
Alberto.
—Estupendamente
bien —respondió su
madre— fíjate que
he vendido una
buena cantidad de
mercancía, a Dios gracias,
pero igual me
hiciste mucha falta, mis
pies me están
matando —replicó ella.
—Bueno, ya
se acabó tu
tortura y ahora
podrás descansar, porque aquí
estoy yo, y me
haré cargo del
puesto de inmediato —repuso Alberto.
—Gracias
hijito mío, que
Dios te bendiga
por ser tan
bueno —le dijo
su madre.
—No madre, gracias a
Dios debo dar yo por
aquel grandioso día
en el que
te puso en mi camino,
pues has llenado
tantos vacíos en
mi vida que
te juro no me
alcanzará la vida
para pagarte —le
respondió Alberto en
un tono de
voz tan dulce
que fue inevitable
que a Rosa
se le llenaran
los ojos de
lágrimas de la
emoción que aquellas
palabras causaron en
su alma.
Mientras, en los
pensamientos de Rosa, la
invadía el recuerdo
del hijo que
ella trajo al
mundo, y como
deseaba que fuese
tan solo una
pequeña parte de
como era este hijo
que la vida le
había presentado, sin buscarlo
y que no
escatimaba esfuerzo alguno
por complacerla, únicamente por el simple hecho de haberle dado
una mano cuando se encontraba
desprotegido y hambriento
en la calle. Pero
así suele ser
la vida, a
veces dulce, a veces cruel, lo más
duro de todo
era que por
eso el mundo no
se detendría y
que ella debía continuar adelante, siempre albergando
la esperanza de
que algún día
su hijo Claudio
recapacitara y regresara
a su lado,
que ella estaría
dispuesta a recibirlo
sin reprocharle absolutamente
nada, de tenerlo
de vuelta en casa, ya
sería más que
suficiente.
—Tienes
hambre —preguntó
doña Rosa.
—Un
poco —respondió
Alberto— pero me
como una fruta
y ya.
Así y sin darse
cuenta ninguno de los
dos, transcurrieron los
horas y cuando se
dieron cuenta ya
el sol se comenzaba
a ocultar en el
horizonte, por encima
de los altos
edificios de aquella enorme ciudad.
—Vaya
que tarde se
ha hecho Alberto —repuso la señora Rosa.
—Pues
mira que si,
ya va siendo
hora de recoger
toda la mercancía para
guardarla y regresarnos a casa —respondió
Alberto—. Además tengo que ir a reunirme con Catherine y
Marcos para un asunto de la escuela.
—Recuerda
que tenemos algo
muy importante de
que hablar —le recordó su
madre.
—Si
madre, no se
me ha olvidado —respondió
Alberto.
Sin embargo, este
recuerdo lo sumió
en sus pensamientos,
pues aunque le
había prometido a
su madre contarle
con detalle su
pasado, le preocupaba
que no sabía como comenzaría, pero
de que lo
haría lo haría,
porque si en algo no fallaba era en cumplir las promesas que hacía a su
madre.
Terminado de recoger
todas las cosas, procedieron a
guardarlo, una vez hecho
esto, partieron rumbo
a su casa
donde les esperaba
una larga conversación
pendiente.
Alberto supo aprovechar
la larga trayectoria
del mercado a su casa
para poner en
orden sus pensamientos
y prepararse para
hablar con su madre
sobre su vida
pasada, la cual más
que dulces recuerdos
le traía dolorosas
memorias, aunque pensaba
que al final, una
vez contada esta
etapa de su vida sería
mucho más fácil para
él cargar con
sus recuerdos y
quien sabe de
repente su madre
pudiera aportarle alguna
idea que le
sirviera a él
para ayudar a sus amigos
del orfanato a
quienes él prometió
regresar para ayudarlos
cuando pudo huir
de aquel espantoso
lugar, pero que
a pesar de
los malos recuerdos,
allí se encontraban
las personas que
junto a él
sufrieron y gozaron
esos duros años
vividos allí y
que ahora estaba
dispuesto de todo
corazón a buscar
la manera de
poder hacer algo
por ellos. Lo
haría, no pretendía parecer
un petulante al pensar
que de solo desearlo
lograría vencer todo
un sistema que
llevaba años con
la misma rutina,
pero ese era su empeño,
lo único que
impediría que él
hiciese algo sería
la muerte y muy
seguro estaba que eso
no sería precisamente
un impedimento, pues Dios
no lo permitiría, esa era
su convicción. Por
otra parte, una
vez que le
contara a su
madre la verdad,
también se la contaría
al director, a quien
pensaba pedirle ayuda y consejo
para enfrentar lo que tuviera
que enfrentar en su lucha por
conseguir ayudar a sus amigos
del orfanato.
Cuando salió de sus
pensamientos repuso en
voz alta:
—No
puede ser de
otro modo.
—¿De
qué hablas hijito?
—preguntó su
madre.
—De algo
que más pronto
que nunca sabrás,
querida madre —respondió el
joven Alberto.
—Si tu lo
dices así será
hijo —repuso su madre.
—¡ Ya
casi llegamos! —exclamó Rosa.
Una vez en
la casa ambos,
madre e hijo
se dispusieron a llevar a
cabo sus deberes. Alberto trabajó con sus amigos que ya lo estaban
esperando y la señora Rosa se dedicó a preparar
la cena pues durante esta charlarían sobre lo que
se había planteado durante el desayuno esa mañana, aún cuando
resultase difícil, Alberto acabaría hoy de una buena vez con ese secreto que lo único que
ocasionaba era dolor, y solo
enfrentándolo, o sea, dándolo a conocer a quienes lo amaban, terminaría en gran medida su pena.